No hay nada más excitante que un viaje. Viajar es escapar de la rutina y cambiar de escenario, ver otros paisajes, probar otras comidas, despertar en otros lugares, respirar otros aires y oler otros olores, ver otras gentes, pasear por otras calles y pasar el tiempo con la emoción de lo estrenado. Descubrir también cómo el tiempo se hace más grande, cómo se encienden las sorpresas en esos lugares desconocidos en los que almacenamos las imágenes al igual que una máquina fotográfica para revivirlas mil veces hasta hacerlo nuestro para siempre.
El viaje, da igual donde vayas, sea cerca o lejos, ensancha la mente y el conocimiento, despeja las musarañas y distrae el ego que nos asfixia en los lugares de siempre. Por eso es tan importante viajar, porque, además de abrir el ángulo de mira, tiene propiedades terapéuticas naturales que no tiene ninguna otra medicina. Ya decía Sócrates que todos los males le vienen al hombre por encerrarse en su casa. Pero la grandeza de los viajes es que te elevan a una altura desde donde se ven las cosas mucho más pequeñas, incluso aquellas que desde abajo nos parecen enormes cuando no son otra cosa que las cárceles habituales en las que nos movemos por esos pequeños, miserables y cerrados laberintos que nos torturan en nuestra vida diaria. Desde arriba se ve todo de otra manera, se hace más relativo y flexible y nos invita a pensar que nos ahogamos en un vaso de agua.
Por eso, nunca olvides que vivir no es más que un juego y si no te gusta jugar llegará un día en el que no querrás salir al patio. Por la misma razón, si no te gusta viajar, llegará el momento en el que no tendrás ganas de salir de tu escondrijo y eso es lo peor que puede pasar porque sabrán dónde encontrarte todos los males.